Lys Arango
En el resbaladizo camino que separa la aldea El Sauce de la ciudad de Chiquimula se han desnucado varias personas, entre ellas tres profesores que se dirigían a la escuela. En invierno, las nubes se agarran a las montañas, la visibilidad disminuye y la lluvia provoca un barrizal. Sin embargo, Israel no se detiene a pensar en el peligro. Si lo hiciera, se moriría de miedo y no podría alimentar a su familia. En la caminata de ida y vuelta entre su casa, localizada en lo alto de la montaña, y su terreno, donde siembra maíz y frijol, emplea más de cuatro horas diarias. Así que siempre afronta la travesía con el mismo aspecto tranquilo que exhibe ahora, mientras prepara un morral con las herramientas de trabajo.
Son las 5:40 de la mañana. En octubre la temperatura suele ser de extremos en esta zona montañosa del sur guatemalteco: ardiente durante el día cuando las nubes despejan y gélida durante la madrugada. Israel —cuarenta años, cuerpo menudo— tirita de frío. Hace un instante le dijo a Dora, su esposa, que este año la cosecha de maíz se acabará pronto.
—Tendrás que llamar al patrón a ver si ya hay trabajo en el corte de café —dice Dora
—Esta noche me intento comunicar con él —contesta Israel.
Un perro sarnoso se acerca a la casa, donde arde el fogón de leña. Arquea el lomo contra el muro de lodo, y ahí se queda recostado absorbiendo el calor. Dora le pregunta a su esposo si cargó la batería del teléfono móvil, un Nokia antiguo que apenas funciona para llamadas. Israel niega con la cabeza, dice que estos días de lluvia la energía solar no alcanza para la carga.
—Este receptor solar nos los regaló el alcalde de Chiquimula las pasadas Navidades, pues hasta aquí no llega la electricidad— cuenta Israel.
—Ha sido lo único que ha hecho por nosotros tras 16 años en el poder —aclara Dora.
En la cocina hay dos camastros de madera donde en la noche duermen los padres con cuatro de sus hijos. Los pequeños están tapados con la manta hasta la cabeza para resguardarse del frío. En el otro cuarto duermen sus otros cinco hijos y su nieto. Estefanía, de 18 años, se acaba de despertar y entra en la cocina, linterna en mano, para ayudar a su madre a tortear. Carga a la espalda su bebé, de cuatro meses, que nació fruto de una violación de un hombre de la comunidad. Prefieren no entrar en detalles, aunque confiesan que la joven quiso abortar y no supo cómo, de modo que el pequeño nació en el seno de una familia desbordada.
—Ya no sé cómo hacer para sacar adelante a los niños. Lucho para vayan a la escuela porque no quiero que tengan una vida como la nuestra—dice el padre—. Pero la tierra es cada año menos fértil y cuesta encontrar trabajo.
Israel recibe las capacitaciones que imparte la Fundación Acción contra el Hambre en esta región del corredor seco, como la mejora del terreno a través de las buenas prácticas y el manejo de abonos naturales. “Esto”, —asegura el hombre—, “está sirviendo de mucha ayuda a la comunidad, pero el proceso es lento y el hambre no entiende de tiempos”.
En el fogón empieza a hervir el café, que esparce su olor por toda la casa. Israel intenta tranquilizar al otro bebé, el suyo, de 15 meses, que llora a moco tendido. El resto de los niños se desperezan sumergidos en las mantas aún con los ojos pegados. En la radio suena una emisora cristiana.
“Cuando pases por una dura prueba y te preguntes dónde está Dios, recuerda que el maestro siempre está en silencio durante el examen…”
También cantan los gallos y con ellos la comunidad maya chorti ha empezado a bullir la nueva jornada. Israel guarda en su morral las tortillas envueltas en un paño y se despide de su familia. Carga el saco al hombro y comienza a caminar hacia las tinieblas.
La senda hasta el terreno tiene cuestas empinadas con peñascos resbaladizos, quebradas sin agua, un trecho de barro revestido de huellas de animales endurecidas. Visto desde lejos es mero paisaje. Visto desde cerca es símbolo de discriminación. Israel cuenta que el camino de tierra lo construyó hace años la municipalidad, pero cada invierno, hay deslizamientos de tierra provocados por las lluvias y ya nadie ha venido a repararlo. Son los propios vecinos de la aldea los que se organizan para arreglarlo con pico y pala. Tras dos horas de marcha, este hombre de etnia maya chorti luce fresco. Tiene las botas de caucho cubiertas de lodo pero se ve entero.
Su pedazo de terreno está situado en plena pendiente. Israel dedica estos días a la limpia y a la recogida de maíz. La cosecha de frijol llegará en diciembre.
—Durante los últimos cinco años no se ha dado una buena cosecha—explica.
—¿Era antes diferente?
—Sí, claro. Hasta 2014 el maíz nos duraba toda la temporada, ahora en cambio no nos dura ni la mitad. El año pasado empezó en agosto y ya en noviembre no nos quedaba ni un quintal.
—¿Qué ha pasado desde entonces?
—Una pesadilla: intensas sequías, lluvias tardías, menos cosecha y como resultado, hambre. Mis hijos no están creciendo lo que deberían porque casi todos padecen desnutrición.
No es la única familia que lo sufre, pues los niveles de desnutrición crónica por estos lares supera el 70%. Y es que Chiquimula forma parte del corredor seco de América Central: un cinturón que recorre Centroamérica y que es particularmente susceptible al clima extremo. En teoría, la temporada de lluvias debería durar desde finales de abril hasta octubre, con un período más seco en julio y agosto conocido como la canícula. Pero la última década el cambio climático ha hecho estragos en la región: las canículas han sido inusualmente calientes y secas y años prolongados del efecto El Niño, la fase cálida de un ciclo climático complejo causado por el aumento de las temperaturas de la superficie del Pacífico.
Dada la situación, a la población no le queda más remedio que buscar trabajo como temporeros en las grandes plantaciones de café y caña de azúcar o el éxodo hacia los Estados Unidos en busca de una vida mejor.
Por el momento Israel no se rinde. Al atardecer hace el camino de regreso cargado con un pesado saco de maíz. Llega a la aldea exhausto y empapado por la tormenta que ha caído durante el trayecto. Dora y los niños le esperan preocupados: la ladera se está derrumbando y amenaza con hundir el muro de adobe de la parte trasera de casa. Sin tiempo que perder, Israel corre a buscar la carretilla y la pala para sacar el lodazal que hace peligrar su choza. Grandes grietas la atraviesan ya de arriba abajo.
Cae la noche cuando al fin Israel entra por la puerta de la cocina y se derrumba sobre el camastro. Apenas tiene ganas de comer. Su cabeza da vueltas en busca de soluciones para ganar un año más la batalla al hambre. En este momento recuerda la llamada que prometió hacer y afortunadamente la batería del teléfono celular está cargada después de haberlo dejado enchufado todo el día. Sin embargo, no capta la señal. Toca volverse a calzar las botas y ponerle pecho al cansancio. Móvil en mano camina en la oscuridad hasta que una pequeña raya de cobertura aparece en la pantalla. Marca el número y al otro lado de la línea el caporal de la finca cafetalera de Escuintla le informa que sí hay trabajo: 40 quetzales la jornada. Es poco dinero, pero sonríe aliviado. Todavía es capaz de hacerle frente a las tinieblas.