Lys Arango
Catarina tiene veintiséis años y las manos ásperas como lijas. La vida bajo el sol, navegando entre plantas de café, ha castigado su rostro y la mala higiene ha oscurecido sus dientes. Su esposo Agustín tiene la espalda molida después de una vida vagabunda para alimentar a su familia.
Son temporeros que recorren miles de kilómetros para recoger el fruto maduro que les dé trabajo. Buscan empleo por las faenas de recolección agrícola por todo Guatemala, aunque en los últimos años se dedican casi exclusivamente al café. Suelen empezar el corte en octubre para terminar en marzo. Estos días están con la última cosecha y sus hijos no hacen más que repetir que están cansados y quieren volver al colegio con sus amigos. Los padres saben que tendrán que terminar la cosecha si quieren que el patrón les de trabajo el año que viene.
Hace tres meses llegaron a la región Huista desde San Miguel Acatán (Huehuetenango) con un trabajo previamente apalabrado. El caporal les había ofrecido una paga de 40 quetzales por quintal recogido al día y una casa donde alojarse. Sin embargo, al llegar, descubrieron que el pueblo estaba a varios kilómetros de distancia de la finca y la casa que les ofrecían no era tal. Se trataba de un terreno llano entre las plantas de café donde ellos mismos tendrían que montar su propia chomba con unas lonas de plástico y palos de madera. No había ninguna fuente de agua, aunque para compensar les prometieron acercarles galones una vez a la semana.
Al ver las condiciones, las mujeres se negaron a aceptar el trabajo. Las dos familias de doce y cinco miembros, con varios niños y tres bebés necesitaban agua para sus necesidades básicas sin depender de nadie. “¿Qué pasaría si se les olvida un día o si en los días de lluvia el carro no puede acceder al terreno?”, pregunta Catarina indignada. De modo que volvieron a la carretera y se sentaron en una gasolinera a esperar, mientras que los hombres de la familia se fueron en busca de trabajo. Finca por finca iban preguntando si necesitaban jornaleros hasta que al atardecer un hombre accedió a darles trabajo.
El salario era el mismo, pero al menos les ofreció un refugio: una casa semiderruida con agua proveniente del río a pocos pasos. Allí se instalaron y al día siguiente fueron a ver las plantas con el patrón. A partir de entonces han sido meses de trabajo, con un día de descanso, el domingo, que las familias suelen aprovechar para ir a comprar al mercado de San Antonio frutas y verduras. Si el dinero no les alcanza, piden al dueño de la finca frijol y maíz fiado. Con esto sobreviven.
Las jornadas de trabajo son duras: de seis de la mañana a seis de la tarde sumergidos en el cafetal recogiendo la cereza roja. Cuando al fin llega el día de su partida, hacen cuentas con el patrón. En un cuaderno tienen apuntados cuantos quintales han recogido por día cada familia y a esto hay que restarles el dinero de la comida que se les ha prestado durante estos meses. La familia de Catarina se lleva 3.000 quetzales. Lo justo para aguantar un tiempo hasta que recojan la cosecha de maíz que les alimentará unos meses más.
Regresan a San Miguel Acatán por tierra, en un minibús que serpentea por los caminos de la montaña hasta su aldea. Toda la familia hace el trayecto dormida. Están agotados, pero saben que pronto llegará el descanso hasta que el dinero y el maíz se acaben. Entonces será el momento de volver a empezar.
-¿Por qué no buscan trabajo en su tierra?
– Las cosechas escasean y no hay otras oportunidades para nosotros los indígenas.
-¿Entonces qué vida les espera a sus hijos?
– Migrar hacia los Estados Unidos. Aquí ya no queda dignidad.